Petra, nunca entendí tu nombre porque no se me ocurría nada más opuesto a la rigidez de una piedra que tú. Me parecía irónico que tu nombre evocara lo inerte, cuando tú eras pura vida, ese sol que se colaba por entre las persianas de la clase en la que te conocí. Tenías una alegría limpia, infantil aún, de esas que uno cree que el mundo se encargará pronto de disolver. Y sin embargo, resistías, como si tu risa supiera que no tendría mucho tiempo por delante. ¡Cómo te reías! Todavía me siento bien al recordarlo.
Querías ser arquitecta, aunque las matemáticas no se te daban bien. No te importaba. Tenías un impulso creador y el deseo de levantar mundos, de construir belleza con las manos. Yo te vi soñar en voz alta, en directo, imaginando colores, curvas y ciudades donde el gris no tenía cabida. Como profesor, a veces uno siente cierto vértigo al ver en un alumno lo que está por venir, al intuir las penas que aún no han llegado. Pero los problemas que yo imaginaba para ti eran otros. Jamás pensé que la enfermedad pudiera ser la sombra que acechaba. Eras joven, eras tan joven...
Recuerdo aquella llamada de tus padres, desde África. Preguntaban con ternura y preocupación si asistías a clase. Les dije que sí, que acudías todos los días con una risa que parecía no rendirse nunca. ¡Cómo te reías! Todavía sonrío al recordarlo. Quise tranquilizarlos. Creo que me creyeron. Pero eso ya no importa.
Viniste a España cargada de sueños, con la maleta repleta de futuro. Y una enfermedad de esas que no perdonan, que arrancan con crueldad todo lo que prometía florecer, se lo llevó sin pedir permiso. Me duele profundamente pensar que este país haya sido tu ataúd. Y me duele aún más imaginar el dolor de tus padres, que quizá soñaron que aquí hallarías una vida más larga, más justa, más digna.
¡Cómo te reías! A veces, tu risa me sorprende en la memoria como un eco que no quiere apagarse y te imagino en un mundo utópico, construyendo casas alegres, con techos rojos, ventanas redondas y paredes curvas como las de los abrazos. Decías, con esa gracia tuya, que eras la más centrada de tu familia y no puedo evitar imaginar entonces a los tuyos como una familia llena de vida, de celebraciones y risas.
Ahora, seguramente, están atravesando un dolor que no puedo ni imaginar. Y aunque sé que estas palabras tal vez nunca lleguen hasta ellos, me gustaría que se las hicieras llegar para regalarles la paz que se merecen. Ojalá pudieran saber que dejaste una huella, que tu paso no fue en vano, que en este rincón del mundo alguien te recuerda con cariño y rabia, con pena y gratitud.
Siempre he pensado que evitar la muerte es la única urgencia verdadera. Todo lo demás puede esperar. Todo. Tal vez tus padres lo supieran. Tal vez por eso te enviaron tan lejos, buscando alargar tu camino unos años más. Me han dicho que tu enfermedad era genética, que tu tiempo estaba marcado desde el principio. Y sin embargo, viviste como viven los que no miran al reloj, con una alegría que aún resplandece.
Qué curioso es el destino. Hoy, mientras iba en coche de camino al médico, sonó una canción que me llevó directo a ti. Decía que el amor siempre vuelve al corazón gentil. Porque así eras, Petra, un corazón limpio, una llama intensa que se ha apagado antes de tiempo, un fueguito precioso que me ha encantado ver arder. No sé si los ángeles existen, pero si andan por ahí me gusta pensar que se parecen un poquito a ti.
Jesús Cidón, profesor del CEPA Paulo Freire
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